Sobre los arrendamientos en tiempos del coronavirus COVID-19

Sobre los arrendamientos en tiempos del coronavirus COVID-19

¿Se puede suspender el pago de la renta?

Se está planteando en estos días un problema acuciante que afecta tanto a negocios con locales arrendados, que se han visto obligados a cerrar al público por motivo de las medidas de la declaración del estado de alarma por el COVID-19, con el riesgo de su propia supervivencia; como a los propietarios de dichos locales que en ocasiones también cuentan con las rentas que producen para afrontar sus propios gastos y cubrir su presupuesto cotidiano.

Se está invocando, como solución jurídica a la situación, la consideración de un estado de fuerza mayor o la aplicación a los contratos del principio “rebus sic stantibus”. En algún caso hemos visto requerimientos o manifestaciones en las que se apela a ambas instituciones de forma indistinta.

Vaya por delante que creemos que la mejor solución en estos casos es el diálogo y negociación entre las partes. Lo excepcional de la situación y su ausencia de antecedentes cercanos impiden ofrecer un criterio inequívoco y único para todos los supuestos. Por otro lado, contamos entre nuestros clientes tanto con arrendadores como con arrendatarios, por lo que pretendemos dar una respuesta ecuánime y ajustada a derecho sin posicionarnos de ninguna de las partes.

¿Pueden los arrendatarios dejar de pagar la renta por razón de la situación de fuerza mayor en la que nos encontramos?

En nuestra opinión, no.

En ningún caso se prevé en nuestro Código Civil, ni en la legislación específica relativa a arrendamientos, un precepto que sustente dicha decisión. El artículo de aplicación más cercano al caso sería el 1105 del Código Civil, que contiene una exención genérica del cumplimiento de las obligaciones cuando concurran sucesos que no hubieran podido preverse.  Sin embargo, dicho artículo es de tan amplia interpretación por su falta de concreción, que fundamentar en el mismo una medida tan radical como dejar de pagar una renta e incluso defenderlo en sede judicial, parece aventurado y muy arriesgado.

Cuando el legislador ha permitido que la pérdida o deterioro de una cosa o el incumplimiento de una obligación por razón de una causa de fuerza mayor, quede sin consecuencias, ha sido mucho más explícito, como en los casos previstos en los artículos 1184, 1602, 1625 y 1177 del Código Civil, que pueden consultarse a modo comparativo. Podrá comprobarse que se trata en todos los casos de obligaciones de dar o hacer (o no hacer), no de pago de deudas y mucho menos de prestaciones periódicas.

¿Entonces qué solución pueden encontrar las partes?

Creemos mucho más adecuado al caso la aplicación del principio “rebus sic stantibus”. Sin extendernos en su concepto y antecedentes, bastará con explicar que es el principio que permite la modificación de las obligaciones contractuales en atención a la modificación sustancial de las circunstancias que llevaron a las partes a suscribir los contratos. Dado que una circunstancia externa, extraordinaria, sobrevenida e imprevisible, puede conducir a una desproporción exorbitante entre las prestaciones convenidas, se permite la modificación de dichas prestaciones con el fin de buscar entre las partes el mismo equilibrio con el que libre y voluntariamente firmaron el acuerdo inicial.

Así, si un arrendatario ve impedido el uso normal del inmueble alquilado por, como es el caso, tener vedada su apertura al público, podrá acordar con el arrendador una rebaja sustancial de la renta por no poder obtener el rendimiento que esperaba del mismo cuando se suscribió el contrato. El arrendador, en aras a dicha circunstancia, haría bien en aceptar dicha reducción de la renta. El contrato sigue en vigor, las prestaciones se mantienen (si bien modificadas), el arrendador continúa percibiendo cierta renta y el arrendatario mantiene la posesión y sus derechos sobre el local. Es la solución más adecuada a la doctrina del Tribunal Supremo que pretende el reequilibrio de las prestaciones y el mantenimiento de los contratos.

La gran diferencia entre ambas soluciones, aparte de sus fundamentos jurídicos y conceptuales, radica en el (siempre deseable) acuerdo entre las partes. En la segunda se presume una voluntad común de solución al problema, mientras que en la primera se actúa de forma unilateral, lo que conducirá irremediablemente al conflicto y a un mero traslado del problema de una parte hacia la otra, y por ende, muy probablemente, al juzgado.



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